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New Deal - 82 - Relevo generacional: ¿Cuál será tu legado?

Relevo generacional: ¿Cuál será tu legado?

Todos los seres vivos, seamos animales o plantas, llevamos escrito en nuestros genes las instrucciones y mecanismos necesarios para reproducirnos y perpetuar la especie.

Desde que el mundo es mundo existe competencia por vivir, sobrevivir, multiplicarse y perpetuarse. A veces, cuando no existe competencia, se trata tan solo de procurarse el alimento, en otras ocasiones se trata de eliminar a especies competidoras. Cuando el recurso es escaso y la demanda es alta, no hay otra alternativa que desplazar al resto, eliminar la competencia.

Las estrategias que usan los seres vivos son tan variadas como las circunstancias lo requieran. Algunos árboles de la selva alcanzan alturas extraordinarias, superando los 40 m para asegurarse el sol, necesario para la vida. Los que no pueden acceder a él, sencillamente desparecen. Otras, como el eucaliptus, envenenan el suelo para que ninguna otra planta pueda crecer en él. Las plantas compiten por los recursos que comparten como la luz, el agua o los nutrientes del suelo.

En el reino animal, quizás menos extraño para nosotros, la regla es simple: comer o ser comido. Los predadores usan su fuerza y las herramientas que la naturaleza les ha proporcionado (tamaño, potencia, velocidad, astucia, o habilidad) para cazar. Aquellos que no pueden cazar y comer carne, están condenados a nutrirse del reino vegetal. Son presa fácil de los predadores carnívoros, el mecanismo de supervivencia que han desarrollado es su fertilidad. Se reproducen con frecuencia, lo hacen en grandes camadas, y su paso de cachorro a adulto es muy rápido, la vulnerabilidad se paga cara.

Además de la competencia entre especies, también existe competencia entre la propia especie. Desde aves que expulsan del nido los huevos de sus futuros hermanos para asegurarse el alimento y llegar a adulto, a mamíferos machos que compiten por ocuparse, en exclusiva, de todas las hembras de la manada.

Plantas, animales, mamíferos o humanos, no se trata tan solo de que sobreviva la especie, se trata, muy especialmente, de que sobreviva nuestra estirpe.

Tenemos la necesidad de transcender, de superar la muerte.

Está en lo más hondo de nuestra genética y es más fuerte que nosotros mismos. Los seres vivos, para esparcir sus semillas, se sirven del viento, del agua, de animales que las transportan en su pelo o en su estómago, pero, sobre todo, de su mecanismo favorito, el sexo.

Peces, pájaros, reptiles, mamíferos o humanos, cuando se trata de sexo perdemos la cabeza. O, mejor dicho, perdemos el control. Nuestro cerebro primitivo toma el control, y la pasión anula a la razón.

Los humanos hemos sofisticado extraordinariamente esa necesidad de perpetuarse y trascender. Desde que caminamos erguidos, hemos usado palos, piedras, espadas o cualquier artefacto o arma sofisticada para arrebatar los recursos a otros, ya sea a la selva, a la tribu de al lado, o al país vecino.

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La necesidad de expandir nuestra propia etnia provoca guerras y toda clase de conflictos. Así ha sido siempre, conquistar imperios, extenderse y dominarlo todo. A lo largo de la historia han evolucionado los medios, pero la necesidad sigue siendo la misma.

A un nivel más pequeño (elige entre ciudadanos de oriente u occidente, un país, una religión, una raza, tribu, sistema cultural, rama política, o lo que quieras), a nivel humano, se reproduce el mismo sistema, el mismo protocolo. Es el mismo sentimiento, la misma necesidad, tanto da si se trata de una comunidad, una ciudad, un barrio, o la familia, el núcleo principal de los seres humanos, el clan unido por la sangre.

Y así llegamos hasta el individuo, hasta un individuo concreto, como tú o como yo mismo.

Sentimos la llamada de la naturaleza, tenemos la necesidad de ser progenitores, de continuar la especie y, dentro de ella, nuestro linaje, nuestro propio apellido. Nos proyectamos a través de nuestros hijos y nietos para reírnos de la propia muerte, nos realizamos a través de nuestra propia descendencia.

Pero no nos quedamos ahí, en lo físico, los seres humanos necesitamos más, mucho más. Y nuestro privilegiado cerebro nos dota de una creatividad tan extraordinaria que queremos trascender al tiempo con mecanismos mucho más sofisticados, fuera del alcance del resto de animales. Los humanos, además del linaje o apellido, solemos tener la necesidad de perpetuarnos a nosotros mismos a través de nuestras propias obras, de dejar un legado para la posteridad.

Somos tan creativos que usamos cosas como la literatura, la pintura, la música, o la escultura (entre las ramas del arte); las obras arquitectónicas (edificios, catedrales, vías, murallas, o acueductos); o máquinas e inventos de todo tipo y utilidad. Cualquier cosa vale para ser recordados, para vivir en el recuerdo de otros, por los siglos de los siglos.

A nivel más cercano, más mundano, muchos de nosotros tenemos el deseo de perpetuar nuestra obra.

Y ocurre que, con frecuencia, nuestra obra más preciada, la que nos ha llevado toda una vida construir, es nuestra propia empresa.

Orgullosos de lo que con tanto esfuerzo hemos creado, deseamos que nuestros hijos y nietos continúen nuestra obra, que se beneficien de ella, y que la mejoren y la hagan crecer. Ese es nuestro legado.

Pero en ocasiones ocurre que nuestros descendientes, por una causa o por otra no desean esa herencia, no les acaba de encajar en sus planes y expectativas. A veces quieren realizar su propia obra, otras no desean continuar la nuestra y, en algunas otras, simplemente no pueden.

A lo largo de años tratando con empresarios, me he encontrado casos que han generado grandes disgustos. Enormes expectativas puestas en la sucesión y la continuidad han sido frustradas por la negativa de los sucesores a continuar el negocio.

Recuerdo casos de pequeños empresarios que se habían dejado la vida y la salud en construir su negocio y del que ninguno de sus hijos estaba dispuesto a hacerse cargo. No podían entender cómo sus hijos, sus propios hijos, rechazaban un negocio rentable por el que ellos habían pagado precios tan altos durante tantos años. Sencillamente no podían entenderlo.

Sucede que no eran conscientes de que, visto a través de los ojos de sus hijos, no era ese el negocio que ellos querían, ni tampoco esa la vida que deseaban. Los hijos habían visto desde siempre a una persona que madrugaba, que llegaba tarde a casa, cansado de la batalla; que trabajaba sábados y a veces domingos, y que no hacía vacaciones o hacía muy pocas. Y claro, ¿quién quiere esa clase de vida? Los hijos preferían, sencillamente, trabajar 8 horas y que alguien les pague un sueldo con el que poder subsistir. Renunciaban a los ingresos a cambio de tiempo, de calidad de vida. O al menos, eso creían.

En ocasiones, también me he cruzado con algunas personas con un nivel de auto liderazgo tan poderoso, que han levantado imperios desde la nada. Su impulso, su visión y deseo y su nivel de determinación eran tan grandes que pudieron superar o eliminar cualquier obstáculo que encontraron en su camino. Todos tenemos algún nombre en la cabeza, los americanos los llaman “self-made man” (un hombre hecho a sí mismo).

Pero acostumbra a suceder que ese poder personal, ese brillo tan potente, ha anulado al resto de los que le rodeaban, oscureciéndolos e impidiéndoles brillar. Sin pretenderlo, han evitado el desarrollo profesional y personal de los suyos que, estando bajo la “cobertura del paraguas” paterno no han necesitado exponerse a los riesgos y retos que las empresas encuentran en el día a día y que son, precisamente, los que nos desarrollan profesional y personalmente.

Sea cual sea la causa que impide o hace complicado y arriesgado pasar el testigo a las nuevas generaciones, cuando esto sucede, suelen concurrir una serie de circunstancias comunes. Estas son algunas de ellas:

Y también ocurre con frecuencia que, nuestra obra más preciada, nuestra propia empresa, está en riesgo de desaparecer. Y con ella, otras cosas también muy valiosas.

Sea por haber estado toda la vida en el día a día, o por habernos creído inmortales e imperecederos, en ocasiones “no hemos tenido tiempo” o no hemos creído necesario hacer lo que debía haberse hecho, preparar adecuadamente a nuestros sucesores, a los futuros pilotos de nuestra nave, desarrollarlos tanto en el ámbito profesional de la gestión, como en el personal del liderazgo.

Y eso tiene consecuencias, en ocasiones severas.

  • No poder apartarnos o retirarnos a disfrutar la vida al no tener listo y preparado el relevo.
  • No tener un equipo de gestión capaz para llevar la nave a destino y que se pierda o zozobre por el camino.
  • Prever discrepancias y hasta luchas internas, en la empresa y en la familia.

Si éste u otro simular es tu caso, te advierto que es una situación difícil de resolver, larga y complicada. Lo es porque no solo hay que desarrollar un plan de empresa sólido como una roca y en el que todos estén de acuerdo, sino que hay que desarrollar a las personas y a su potencial hacia la máxima expresión de su liderazgo.

En otras palabras, hay que transformar a las personas, cambiarlas. Y no siempre las personas, ni todas las personas, desean ese cambio.

No te engañaré, es difícil, pero puede hacerse. Empieza cuanto antes, el tiempo es, de todos, el factor más crítico ¿Hablamos?

¿Qué opinas tú?, ¿conoces algún caso?, ¿estás de acuerdo?, o tal vez en desacuerdo. Puedes escribir abajo tus comentarios.

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Fermín Lorente

Fermín Lorente

Experto en mejorar RESULTADOS EMPRESARIALES. Formador en organización empresarial y en liderazgo. Fundador de New Deal.

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